
“Dijérase que la necesidad había convertido el 1° de noviembre en día de los niños pobres.
Estos debían esperar esa fecha del año como un día de alegría, inconfundible, en medio de
aquellos otros en que amontonaba el año. Es que para ellos no había Navidad ni Año
Nuevo, como no había Reyes Magos con regalos de juguetes y golosinas. Ante la puerta de
sus casas cerradas en la oscuridad de la pobreza, todos pasaban indiferentes. Allí ninguna
estrella había; ni la mansedumbre de la luz de una lámpara ni la risa de un niño que jugara.
Los niños pobres crecían sin conocer favores de los Reyes Magos. Si algo aprendían de la
vida era la lección práctica de confiar únicamente en las propias fuerzas. Y en ese día del 1°
de noviembre, precisamente, hacían eso, confiar en sus fuerzas. Se adjudicaban el pretexto
de una fecha, y sin esperar la espontánea caridad, salían a tomársela en la calle como un
derecho de los niños pobres… Para esta cruzada debían prepararse con anticipación, ya que
convenía al desempeño airoso, aprenderse una serie de relaciones. Todo este ritual venía a
cubrir decorosamente un pedido que en definitiva no era otra cosa, que una imploración de
limosna.
Los chicos llegaban ante cada puerta, y vieran o no a sus moradores, hacían su
presentación diciendo:
Ángeles somos
bajamos del cielo
y llegamos pidiendo
colación, colación,
y bendición”.
(Gerardo Pisarello, “Che retá).
