Efemérides

“Si se entrega por amor, no hables mal de una mujer/ si se entrega por placer, no hables mal
de una mujer/ serás tonto y charlatán si hablas mal de su querer…”
El poeta creador de estos versos partió el 14 de noviembre de 2005: Alberto Bofill, el
romántico, el enamorado eterno, el Hombre de Negro.


Nacido en Corrientes el 28 de febrero de 1948. Siendo una criatura, su abuelo le regaló la
primera guitarra después de verlo rasguear una hoja de palma. Luego de esa precoz
iniciación musical, en 1964 y junto a su primo Mario Bofill, formó el dúo Los Hermanitos
Bofill, para comenzar su andadura por los escenarios.


Por cuestiones relacionadas al ajetreo de la vida abandonaba y retomaba
intermitentemente la música, hasta que en los ´90 logró una continuidad artística que le
permitió grabar dos discos para el sello AH.


Le gustaba definirse poeta, y como poeta vivió. Escribió versos dictados por un corazón
que le falló a último momento, y le puso voz a historias de amantes, de romances
contrariados y exitosos, de encuentros y desencuentros, y también de pequeñas grandes
vivencias de su gente. Esa fue la ofrenda que hizo a lo largo de su vida a la música, esa
música a la que se entregó por completo desde aquel rasguido a la hoja de palma.


En la función pública ejerció varios cargos, la última de ellas como jefe del Departamento
de Música de la otrora Subsecretaría de Cultura de la provincia, conducida entonces por
Norberto Lischinsky. Desde allí siempre se preocupó por dar a «sus músicos», como
llamaba a sus colegas, una dignidad que a veces les era escamoteada. Creó una amplia
agenda de solistas y conjuntos, consagrados y nuevos, a los que incluía para ampliar un
circuito en ocasiones mezquino.


Poco tiempo antes de su muerte concluyó el rodaje de un documental que lo tenía por
protagonista, realizado por una productora alemana que lo eligió por las emociones que
despertaban sus canciones, derribando las barreras del idioma. Allí compartió cartel con el
Chango Spasiuk, Gicela Méndez Ribeiro y Monchito Merlo, en un trabajo del que sentía
particularmente orgulloso.


Amó la vida con la avidez de la criatura y del poeta, quizás porque vivían en él cosas de
los dos; aquellos que lo conocimos (aquí se deja de lado de lado la objetividad aséptica de

la tercera persona) recordamos que detrás de esos dos pedazos de cielo que tenía por ojos
guardaba la mirada de un niño, eternamente maravillado con una existencia a la que no
dejaba de cantarle.


Cito textualmente la última frase de la despedida que le dedicamos sus compañeros de
Cultura: “Estimado público, de pie para la ovación final. Un artista está dejando el
escenario”.